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Sobre el silencio de los monstruos​

Yo reivindico mi derecho a ser un monstruo

Ni varón ni mujer, ni XXY ni H2O 

Yo, monstruo de mi deseo, carne de cada una de mis pinceladas…

Susy Shock

 

En la obra de Diego Moreno hay una calma tensa. Una suerte de mutismo plagado de murmullos. Todo empieza en la casa: una escena doméstica, un cumpleaños, un rito religioso. El espacio familiar en el que muchos hemos crecido. Sin embargo, algo más se muestra en sus fotografías, algo que permanece oculto en nuestros álbumes familiares.

 

En sus imágenes, en principio cotidianas, los monstruos despliegan su puesta en escena. Los acontecimientos de todos los días conviven con otro umbral de realidad: una niña lee un libro al lado de un ser barbado de sonrisa intrigante; una pequeña con rostro de vieja posa con su vestido de primera comunión; un personaje con el ojo fuera de su cuenca mira con melancolía su pastel de cumpleaños. Los cuerpos conocidos se mezclan con otros cuerpos, cuerpos ajenos y excesivos, cuerpos que escapan a la norma. 

 

Estos seres desbordados son los panzudos mercedarios, figuras protagonistas de una tradición que tiene cerca de un siglo celebrándose en el barrio de La Merced, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Diego encuentra esos personajes un medio para dar voz y presencia a una corporeidad distinta, al tiempo que rememora los recuerdos de una infancia en la que el amor, el aislamiento, y la fascinación por lo anómalo configuraron una visión particular del mundo. 

 

En el imaginario popular, los panzudos, con su naturaleza desmedida, sus vestuarios estridentes y sus potencias desconocidas, materializan culpas y pecados invisibles. Son los chivos expiatorios que llevan en su deformidad la marca de la maldad de toda una línea genealógica. En contraste, en la obra de Diego estos personajes son presencias familiares, sujetos de afecto y de deseo. Son el cuerpo con sus fluidos, dolores y abyecciones,  pero también con sus afecciones y potencias.

 

Su presencia enrarece el espacio porque muestra lo que se desea ocultar. El hogar se transforma entonces en un escenario de cuento. Un relato que, para un ojo desatento, podría parecer una historia de horror, o un juego de disfraces carnavalescos. Sin embargo, quien se toma el tiempo de mirar a través de la temida máscara del monstruo encontrará una gran fragilidad. Escuchará el murmullo tenue pero constante de un otro que no encaja en las clasificaciones y la sintaxis, que desborda los modos de inscripción social y física. Los monstruos de Diego juegan, no se ocultan ni se callan, se muestran en toda su monstruosidad. Hablan con múltiples voces reivindicando su diferencia. Así, con su lenguaje sin gramática, se niegan a ser condenados al silencio.

 

 

 

 

Alejandra Delgado.

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